Un Artista del Riesgo

Para quienes han seguido superficialmente la trayectoria artística de Juan Loyola, lo que más debe sorprenderles son sus cambios súbitos, sus tranformaciones estilísticas radicales, sus saltos aparentemente al vacío, que sin embargo le han llevado a cotas cada vez más altas dentro del mundo del arte nacional y mundial.

Y es que ninguno de esos cambios, de esas tranformaciones, de esos saltos, han sido gratuitos. Cada uno de ellos ha sido tomado, si no como resultado de una profunda meditación estética, de un análisis provocado por la crisis existencial del artista, han sido inspirados en una imperiosa necesidad de expresión creativa, asumiendo a sabiendas todos los riesgos, incluido el corporal, en una posición que desde hace mucho tiempo trascendió lo simplemente artístico.

Tanto sus performances, en los cuales nunca han estado ausentes sus preocupaciones sociales, que le sirven para hacer furiosas denuncias, como sus «cajas negras», donde la palabra poética se entremezcla con los elementos visuales, o sus cartones desgarrados, desechos del Puerto Libre, elevados a la categoría artística, a fuerza de aplicaciones cromáticas, no excentas de un lirismo desbordante. Todas estas «etapas» hubieran bastado a cualquier otro artista que no fuera Juan Loyola, y en cualquiera de ellas se hubiese afincado por largo tiempo para extraer el máximo de sus ricos e insólitos laberintos. Pero Loyola les abandonaba con igual o mayor celeridad de la que le había sido necesaria para descubrirlas y revelarlas.

Posiblemente a Loyola no acaban de satisfacerle, en alguna de estas manifestaciones, el hecho de tener que realizarlas en recintos o espacios apropiados para los «sucesos» artísticos, y que por ende la provocación quedara reducida al publico habitual de tales eventos. De allí que no tuviera empacho de irse a campo abierto, en el corazón de la ciudad, a plena intemperie, en el mismo lugar donde yacen los restos de una civilización botarata y despilfarradora. Trabajando ante los ojos del vecindario, frente a los citadinos de mirada desorbitada por el asombro, dio inicio a la etapa de las «chatarras», en la cual esos residuos herrumbrosos, que manchan y afean nuestras ciudades, quedaban convertidos en obras de arte esplendorosas, luciendo el tricolor que los burócratas confunden con el símbolo de la patria, con los pases del taumaturgo que es nuestro artista, a golpe de brocha y pintura industrial. Pero las autoridades no permiten el embellecimiento del espacio urbano y arremeten con toda la fuerza de su autoridad contra ese arte.

Lo cual, por otra parte, facilita la filmación de una película proyectada con regularidad en los grandes festivales mundiales del género.

Actualmente, Juan Loyola ha llevado sus chatarras al lienzo. Al comienzo, es evidente la relación, pero después éstas se van desvaneciendo, para convertirse en puros colores primarios, a veces sólo sugeridos en puntos desparramados por la tela.

Hoy acaba de realizar estas piezas. Como es obvio, en el caso de Juan Loyola, no tenemos la menor idea de lo que con idéntica furia podrá crear mañana. Sin embargo, para quienes le veníamos siguiendo desde sus comienzos, en eso se radica su gran fuerza como artista, en no permitirnos, con su trabajo del momento, saber hacia dónde saltará el próximo instante.

Quizás ni él mismo lo sepa, y es lo que hace más serios y más auténticos sus permanentes cambios. Cada uno es un riesgo que asume a plenitud.

Juan Loyola es un artista que obliga a quien se acerca a su obra a asumir posiciones extremas. O se le acepta o se le admira, sin reparo y con el mayor respeto. O se le rechaza y se le ataca sin contemplaciones. Felizmente quienes le admiramos y le respetamos somos cada día una mayoría creciente que gana más y más adeptos, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, mientras que en el segundo grupo se reduce y se contrae condenado a quedar limitado a desaforados guardianes del llamado «orden público». Esto lo decimos porque Loyola, en tanto que artista, no se priva de ninguna forma de expresión con tal de hacer escuchar su mensaje, el cual, sin poses ideologizantes ni demagógicas fluye del mundo de la cultura al de la política, anudándolos y entrelazándolos, para convertirse en la materia de su manifestación estética.